Ya le advirtieron que la cura tenía sus inconvenientes. Se libraría de la rabia, de la angustia y de esa estúpida tristeza que sentía cuando fijaba los ojos en un libro y realmente no llegaba a leer nada. Se olvidaría de la pena que la empujó a la terquedad de los cigarrillos después de llevar dos años sin probar uno. Pero tampoco amaría. Le pareció bien. Todo con tal de no sentir el frío entre las costillas que sentía desde que él había dicho finito y se acabó. Todo con tal de no sentirse patética mirando sola la película de turno, de que su reloj volviera a andar, de que el calendario avanzara y nunca más se quedara atascado en ese fatídidico día en el que sus sueños se esfumaron. Meses después se sorprendió hablando con el chico de la barra, y tal y como le habían dicho, cualquier rastro de deseo se le adormiló antes de llegar a trepar por sus muslos. Se había inmunizado contra lo bueno y lo malo, y durante dos años estaría apagada, hasta que se le pasara el efecto de la cura.
1.12.11
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